¿Por qué el hombre mata al
hombre? ¿Interviene únicamente la agresividad que llevamos gravada en nuestro
ADN, o confluyen distintos factores que incitan a los seres humanos a matarse
entre si?. No me hago estas preguntas para encontrar respuesta a una realidad
para mi incomprensible desde unos parámetros de lo que podríamos entender como
conciencia o ética natural, sino desde un análisis del comportamiento dentro de
la evolución humana y desde lo que
actualmente nos rodea. La crueldad del ser humano sobre otros seres humanos,
siempre es gratuita y degradante, aunque se esconda cobardemente detrás de
motivos políticos, ideológicos y de
raza.
Nadie puede matar a nadie,
pues ninguno somos dueños de la vida de los demás. Principio sencillo: el
derecho a la vida, sin más, entendiendo la vida como el bien más preciado que
tiene el ser humano. Pero el hombre ha matado al hombre ancestralmente. Dejando
de lado la muerte en lo que se pueda calificar como “guerra” - situación que
por si misma merece otro análisis- , desde las primeras agrupaciones humanas,
los hombres se han matado entre sí. Cuando la convivencia tenía forma tribal,
el hecho de matar no estaba respaldado por costumbres reguladoras de la vida en
común, simplemente era un hecho admitido. La evolución de las culturas
mesopotámicas, egipcias y hebreas, contenían entre sus principios el de no
matar como una norma básica e inherente a la condición humana. Pero la gente
se mataba, y se mataba, y se siguen matando entre sí. El nacimiento de las
primeras ciudades y después estados, hizo necesario que el poder legislara sobre el control de
las conductas y la resoluciones de los conflictos. Y el PODER imponía la muerte
como castigo a determinadas conductas que se alejaban de la norma, escrita o
consuetudinaria.
PENA DE MUERTE: un término
integrado por dos conceptos en si mismo
revulsivos, que emocionalmente me producen una reacción muy profunda y
demoledora. Pena es castigo, y castigo es daño, y el daño en si es cruel y
puede llegar hasta la muerte. Y muerte es la desaparición de un ser humano, en
este caso a manos de otro ser humano, o, lo que es peor, por orden del poder o
del estado. La pena de muerte y su ejecución ha formado parte del universo
penal de la cultura occidental desde la primeras civilizaciones, afianzándose
en la sociedad como un instrumento del poder: del cónsul, del magistrado, de la
asamblea, del señor feudal todopoderoso, del rey, desde el incipientemente
fuerte hasta el monarca absoluto. Y se añade los complementos a esta
abominación como crueles tormentos, encierros vitalicios en condiciones
inhumanas, y otras linduras preñadas de crueldad. Llega la Ilustración, tan
humana y racional, y Cesare Beccaria inicia un movimiento racionalizador del
sistema penal europeo en general, considerando que las penas deben ser humanas
y proporcionadas, para no causar daño, sino para impedir al delincuente la
comisión de nuevos delitos. Esto lo decía por escrito 15 años antes de que el antiguo régimen saltara por lo aires,
explosionando el sistema y transmutando la sociedad y la vida. Curiosamente, la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789 de los
revolucionarios franceses no contenía una declaración expresa de la defensa del
derecho a la vida, mientras que con 13 años de anterioridad, la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos hacia mención al derecho inalienable a la
vida de las personas en 1776.
De poco le sirvió al bien intencionado Becaria abrir un camino
contra la crueldad de las penas, pues en unos años las guillotinas francesas
funcionaban full time eliminando seres humanos, como una desratización. Desde
ahí, muchos estados conservaron la pena de muerte en su legislación, y desde el
final de la segunda guerra mundial ha comenzado un movimiento en contra de esta
cruel aberración. Está claro que las
ejecuciones de regímenes como el Nacionalsocialismo, el Stalinismo, las
Dictaduras de Pinochet y Videla hacen que la presencia de los asesinatos de
estado de mantenga en nuestra sociedad contemporánea. Porque las ejecuciones de
las penas de muerte -la pena puede ser formal o explicita- son verdaderos
asesinatos. Al menos contienen los ingredientes de la doctrina penal
tradicional y vigente: matar a personas con premeditación (que más
premeditación que un proceso) y con dolo. La intención de matar en la ejecución
de una pena no deja lugar a dudas. A estos componentes hay que añadir el
ensañamiento, presente en todos los casos en los que el sistema quita la vida a
una persona.
Pero vayamos a las emociones que me produce este sistema penal.
Para mi hay tres componentes de esta repugnante actividad social y humana. El
primero es el legislador, revista la forma que revista. El legislador permite que
por determinado actos que realicen las personas, que van contra la legalidad y
causan un daño, el Estado pueda disponer de sus vidas. Es la reacción
incumplimiento de la ley-castigo. Es el
derecho penal vindicativo (ojo por ojo) y retributivo (el que la hace la paga).
La cultura penal ha ido transformando el concepto desde el siglo XX: el sistema
de las penas no tiene que estar dirigido a castigar una conducta, sino a evitar
que la persona que ha delinquido vuelva a hacerlo, es el principio de la reinsercion social del delincuente. Partiendo
de estos principios, sería una contradicción transformar a una persona para que
vuelva a integrarse en la sociedad, y dejarla en prisión hasta su muerte, o
bien ejecutarla según la gravedad del delito que ha cometido. Pero actualmente
no todos los estados mantienen estos principios en su legislación, bien lo
sabemos. A la abolición universal de la pena de muerte le queda toda vía un
largo recorrido
El segundo integrante de todo el horror de la muerte ejecutada por el estado es la persona que
firma o autoriza que otra persona pueda morir, por muy horrorosos que sean los
delitos que ha cometido. Jueces y jefes de gobierno llevan sobre sus hombros
esta carga, que espero que les sea pesada y culposa mientras vivan. Los ha
habido dignos y consecuentes: Nicolás Salmerón, que fue Presidente de la
Primera República española, en el último tercio del siglo XIX, renunció a su
cargo por no firmar una sentencia de muerte. Mientras, el 26 de septiembre de
1975, el Consejo de Ministros presidido por Franco dio el visto bueno a cinco
penas de muerte de los condenados en el llamado Proceso de Burgos, condenas que
se ejecutaron, por fusilamiento, al día siguiente. Murió matando
Y para colmo está el ejecutor, individual a colectivo, pagado o
subvencionado por el Rey o el Estado que se convierte en una figura en si misma
siniestra, cruel y terrorífica. Y es en las ejecuciones de las penas de muerte
en donde mi alma se rompe en pedazos, y la angustia y devastación que me
produce, hace que evite ver el espectáculo en el cine, que es el único medio al
alcance de la población para conocer de cerca este horror: el hombre matando al
hombre desde el poder y con todos los medios necesarios. Se han utilizado todo
tipo de instrumentos horrorosos en las ejecuciones: desde el hacha decapitadora
(en casos en el que el decapitado era noble podía pedir que se sustituyese el
hacha por una espada, que más le daría!), la crucifixión, el ahorcamiento, que
con el tiempo se ha ido haciendo más y más sofisticado, pero igual de cruel y
espantoso, el apedreamiento, la hoguera, los fusilamientos , de origen militar,
hasta llegar a las sofisticaciones del siglo XIX y el XX. La guillotina fue un
invento muy celebrado, eficaz y seguro medio de matar. El estado francés, a
comienzos del siglo XIX lo estableció como el único medio para ejecuciones de
pena de muerte, hasta el punto que se producían situaciones como lo que ocurrió
en la isla de Saint Pierre, en el Canadá Francés, que no podían ejecutar a un
condenado por no tener el instrumento, y hubo que esperar a que llegase por
barco desde Francia. ¿Como viviría esta situación el condenado?. En España se
utilizó desde la edad media un sistema terrorífico que se conocía como garrote
vil. Producía una cruel ruptura del cuello de la victima (ellos, los verdugos
decían reo). La última vez que se utilizó fue para ejecutar a Salvador Puig
Antich en la primavera de 1974.
Ahora se ha eliminado la pena de muerte de muchos estados,
haciendo caso a Beccaria, y en aquellos en los que está admitida, hay muchos
que ha firmado moratorias en las ejecuciones pendientes, una chapuza
remendadora de algo absolutamente injustificado. Porque por mucho que una
persona haya causado daño, muertes, crueldades a otras personas, nadie, ningún
otro ser humano y mucho menos “el
estado” que es un ente impersonal y fantasmagórico, puede decidir sobre la vida
de nadie.
Hoy tenemos noticias de ejecuciones masivas en conflictos
armados que llegan a ser autenticas matanzas, como la de Ruanda, o las
drásticas eliminaciones de esclavos en los barcos que los esclavistas llevaban
desde África a América. Aterra, desarma las conciencias. Pero repulsión en las
tripas a mi me la producen las ejecuciones en Estados Unidos y países
similares, en donde pretenden utilizar medios no cruentos, que luego no lo son
tanto, todo revestido de un ritual que agranda y magnifica el horror: vamos a
ejecutar a un ser indefenso. Me congela el corazón pensar lo que tiene que
sentir estas personas cuando saben en que momento exacto les van a quitar la
vida, que el futuro no existe para ellos, que están solos y que van a sufrir.
Ya impotentes contra el sistema, han agotado todos los medios que este le
facilita para evitar llegar a este final. Y siento repulsión por el espectáculo
que se monta al rededor, sobre todo por cómo la sociedad lo vive como algo
justo, como una venganza ¿de que?: El daño causado por la ejecución del
delincuente no va cambiar la situación, no va devolver la vida a las victimas
muertas o la paz a las dañadas con crueldad. ¿Para que más muertos?. Se
esgrimen argumentos preventivos de criminalidad, por su efecto disuasorio. Hoy
sabemos que la condenas y ejecuciones de penas de muerte no modifican los
indices de delincuencia. El sistema no
soluciona problemas, hace crecer la espiral de venganza, y la sociedad,
permeable lo asume.
Y todo esto sin hablar de los errores judiciales y de las
ejecuciones de personas no culpables. Pero esta es otra historia de horror,
para otro rato
Pepa Gandasegui. Enero 2015